El esfuerzo es enorme (mis piernas son demasiado cortas) pero me reconforto con no pisarlas por dos o tres pasos. No miro por donde voy, mi cabeza apunta hacia abajo, pero se que voy a llegar a mi destino sano y salvo, porque qué más seguro que no pisar las odiosas rayas simétricas del suelo.
Sin saberlo llego a mi destino y casi choco con lo que es para mi una enorme pared. Lentamente levanto la cabeza y un cuerpo como de gigante esta frente a mi. Desde aqui abajo y tan cerca pareciera que si esa pared- que resulto ser un hombre- levantara los brazos tocaría las nubes.
Eso que está delante de mi, y que es un “grande”- definición que incluye cosas que a mi corta edad no puedo entender- se corre hacia un costado y mis orejitas escuchan una voz que dice: “Dale, entrá que la merienda esta lista”, es papá que me invita a pasar.
Apenas se abre la puerta cancel me recibe el perro, se acerca a trote y me chupa la cara con fuerza, una fuerza que hace que mi cabeza se vaya para atrás. Es raro pensar que hace poco eso que hoy es mi amigo, que me divierte y me cuida casi como un centinela, era poco menos que un monstruo feroz que constantemente quería atacarme, y que con sus garras y su extraña piel me comería y se quedaría con todo el amor de papá y mamá.
Cuando la cálida bienvenida termina mi cara esta húmeda y pegajosa y me resulta difícil abrir los ojos. Mamá se acerca y con el repasador me seca y así finalmente puedo ver con claridad la mesa que espera servida: la leche preparada en la taza con mi nombre, las galletitas sobre el platito celeste que trajo abuela, las servilletas de papel sobre el mantel y Papá y el mate; porque papá y el mate son casi una sola cosa para mi. El viejo me dice: “Vení pibe, contame como te va en el jardín”.
Mi respuesta es breve, ”Bien... dibujamos mucho hoy”, contesto distraído por el festín de galletitas que esta frente a mi, en el platito celeste, al lado de la taza con mi nombre. Las como, una tras otra, sin darme cuenta que a la sexta galletita mi garganta pide ayuda, es así que agarro la taza con mi nombre y de un sorbo me tomo toda la chocolatada que tiene gusto al amor de mamá. Cuando mi sed se acaba comienzo otra vez con las galletitas, pero esta vez la sed viene más rápido y tengo que pedirle a mama que me prepare otra taza.
Termina finalmente el ritual y poco a poco el cansancio me envuelve. Papá ve que mi ojos se empiezan a cerrar y me alza para llevarme a la cama. “Fue un día largo pibe, mejor que duermas una siesta”, me susurra. Mis ojos se cierran, a pesar de que hago un esfuerzo enorme porque todavía tengo ganas de jugar, de salir, de subirme al triciclo que todavía no lo use hoy, de dar una vuelta más y no pisar las odiosas rayas simétricas del suelo.
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