Cuando era chico los domingos que me tocaba estar con mi viejo (así es la vida) solíamos ir a pasar el día a la casa de mis abuelos que quedaba en Avellaneda. Para mi esas tardes eran una aventura; Avellaneda era para mi el lugar donde podía andar en bicicleta por la calle, donde el heladero pasaba por la puerta de tu casa, donde todavía vendían Cindor en botella de vidrio y era sobre todo un mundo enorme donde jugar y divertirme. Me acuerdo que la oficina de mi viejo quedaba a dos cuadras y para mi hermano y para mi entrar al deposito era un visita a lo desconocido que hasta nos daba un poco de miedo.
Mis abuelos, como siempre fue costumbre, salian a la vereda con sus sillitas y tomaban mate hasta casi entrada la noche. Desde esa posición veían pasar el mundo, los vecinos saludaban y charlaban, y ellos tomaban mate. Mi abuela leía revistas o hacía algún arreglo a algo de ropa mientras el zeide fabrica una de sus innumerables obras de arte en madera o bien terminaba algún cuchillo; y mientras tanto tomaban mate. Si no me equivoco fue sentado al lado de ellos que tomé mi primer mate, dulce para aprender, pero seguido de la aclaracion de que el mate es amargo.
Avellaneda era para mi un Barrio.
Hoy paseé un poco por mi barrio y me sorprendió ver a más de una familia reunida en las puertas o portones. La gente charlando, tratando de soportar el calor agoviante, los chicos jugando en la vereda o pateando una pelota en la calle (ante la mirada atenta de los adultos). Todo me pareció muy pintoresco hasta que vi a dos abuelos sentados y obviamente tomando el mate. Ellos estaban solos, no tenían nietos que los acompañen y los bombardeen a preguntas. Entonces fue que me dieron unas ganas terribles de sentirme nieto, pero me conforme con la sensación de sentirme de barrio cuando saludé al almacenero.
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